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INICIACIÓN Y DISCIPULADO

INICIACIÓN Y DISCIPULADO

AQUÍ ESTOY ME HAS LLAMADO, ME HAS SEDUCIDO SEÑOR

Condición indispensable para ser discípulo es, por supuesto, la fe en Jesús como Mesías e Hijo de Dios (Mc 1,1; Mt 16,16; Jn 20,31), fe que significa adhesión a él, compromiso con su persona y su misión. Evidentemente no habría motivo para seguir a Jesús sin estar convencido de que es el enviado de Dios.

La renuncia a la riqueza

Supuesta esa fe, la primera condición que Jesús pone para ser discípulo suyo es la renuncia a la riqueza (Mt 5,3; Mc 10,21, y par.; Lc 12,33; 14,33), única manera de romper con el sistema de la injusticia (Lc 16,9). Esta renuncia no es un consejo ascético para individuos aislados, sino una necesidad para los que quieren formar parte de la comunidad humana diferente que Dios pretende crear en este mundo.

No es que Jesús exigiera la renuncia a lo que uno tiene como condición para salvarse. Uno puede obtener la vida eterna siendo honrado y justo con sus semejantes en cualquier condición social en que se encuentre (Mc 10,17-18 y par.; Lc 10,25-28; 19,8-10; Mt 25,34-40.46); pero el objetivo del grupo que forma Jesús no es sólo obtener la vida eterna, que está asegurada (Mc 10,30 y par.; cf. Jn 3,18; 6,47.54; Ef 2,5-6), sino cambiar la sociedad humana; y para ese objetivo no basta la bondad individual, ni el bien hecho de arriba abajo, ni la limosna o las obas de caridad paternalistas, sino la creación de un grupo en que no haya tuyo ni mío, en que cada uno comparta lo que tiene con los demás (Hch 2,42-45; 4,32).

Pero no hay que confundir a los que eligen ser pobres con un grupo de miserables; al contrario, Jesús promete el fin de la necesidad y del hambre. Lo que dice es que la solución del problema no está en el acaparar (Mt 6, 19-21), sino en el compartir (Mt 14,15-21). El que renuncia a hacerse rico aquí, tiene por riqueza y por seguridad a Dios mismo (Mt 6,19-21; 19,21); los que de hecho comparten lo que tienen se encontrarán con la abundancia, como lo dejó claro Jesús con la multiplicación de los panes (Mc 6,38-44) y en su respuesta al desafío de Pedro (Mc 10,28-31).

La subsistencia del grupo no es sólo cuestión de buena administración humana, entra ahí también la bendición divina, y lo que es imposible para los hombres lo hace Dios (Mt 19,26), que sabe muy bien lo que necesitamos (Mt 6,8.31-33). Lo que se pide es estar dispuestos a ayudarse unos a otros (Mt 5,7) y ser generosos (6,22-23). Saciar a los que tenían hambre fue precisamente la gran señal de que Jesús era el Mesías, el que vino a dar la buena noticia a los pobres, lección que tanto les costó aprender a los Doce (Mc 8,14-21).

Un modo de vida así es contrario al de la sociedad; por eso lo que Jesús pide a los que quieren ser discípulos es una auto-marginación para crear un modo de vida nuevo. No basta, por tanto, ser pobre de hecho para pertenecer al grupo de Jesús, hay que dar un poso más, renunciar a la ambición de ser rico y abrazar la solidaridad.

Por eso Jesús no se identifica sin más con los pobres y oprimidos ni acepta ser líder de masas (Mc 1,37-38.45; 6,45; 8,10; Jn 6,15). Quiere a los pobres con toda su alma (Mt 9,36; Mc 6,34; 8,2-3), se pone a su disposición, les enseña, los cura, los alimenta, les da su tiempo sin reserva, pero, acabada su ayuda, se retira. No quiere ser un oprimido más ni un líder de oprimidos; lo que él pretende es abrir una posibilidad nueva que permita a los oprimidos salir de su opresión y a los hambrientos de su hambre. Nunca se pasó necesidad en el grupo de Jesús (Lc 22,35); él no siguió una vida de privaciones (Mt 11,18-19) ni consintió en imponer ayunos a sus discípulos (Mt 9,14-15); y el hambre le pareció motivo suficiente para saltarse la Ley (Mt 12,1-8). Vive pobremente porque no cree en el valor de la riqueza, porque sabe que riqueza significa injusticia (Lc 16,9) e idolatría (Mt 6,24), porque la libertad y la felicidad humanas sólo son posibles cuando la ambición está eliminada.

 

 

La renuncia a los honores y al poder

La renuncia a la riqueza lleva consigo la renuncia a los honores y al poder, que se basan en ella; donde no hay ricos ni pobres, no hay quien esté encima o debajo. En su grupo, no admite Jesús ningún dominio de unos sobre oros. En primer lugar, reina en el grupo una libertad total; jamás impone él una regla que observar, un día que guardar o una práctica obligatoria. Y cuando le critican que sus discípulos no llevan una vida austera, se niega en absoluto a establecer una disciplina de ayuno (Mt 9,14-17 y par.). El grupo de Jesús es el de la libertad y la alegría, y él mismo lo compara a un tiempo de bodas (ibid.).

En segundo lugar, no tolera entre los suyos tratamientos ni señales de honor, como se hacía con los rabinos. Prohíbe llamar a ninguno «padre», pues todos son hermanos con un solo Padre, el del cielo; tampoco permite que llamen a alguien «rabí» (monseñor), como se llamaba a los maestros, pues para ellos no hay más que un maestro, Jesús mismo (Mt 23,8-11).

Cada vez que entre los discípulos asoman ambiciones de poder, las corta por lo sano: hay que hacerse tan poca cosa como un niño (Mt 18,1-4) y si en el grupo hay quien se encarga de algunas funciones, eso no puede parecerse en nada al modo de gobierno en la sociedad civil, que es dominio de hombre sobre hombre (Mt 20,25-27). Al poder, opone la igualdad de hermanos (Mt 23,8) y el servicio mutuo (Mt 20,25-28), y tiene palabras de amenaza para el que intenta encumbrarse (Mt 23,12).

Para ser discípulo suyo hay que arrancar la raíz del propio interés: «El que quiere venirse conmigo, reniegue de sí mismo» (Mt 16,24), es decir, renuncie a buscar ventajas personales. Y, además, al deseo de fama, pues el horizonte que se presenta es el contrario: «cargue con su cruz», es decir, esté dispuesto a ser mal mirado, excluido y aun condenado por la sociedad en que vive (Mt 6,10-12; 16,24).

Decisión

La adhesión a Jesús y la propagación de la buena noticia están por encima de los lazos de familia (Mt 10,37; Lc 14,26) y del amor a la fama y a la vida, a la seguridad y al éxito en este mundo (Mt 16,25-26 y par.). La decisión ha de ser radical e irreversible: «El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios» (Lc 9,62).

 

"Tú me has seducido, Señor, y yo me he dejado seducir; has sido más fuerte que yo, me has podido"  Jer. 20, 7a.

 

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